Conocidas son las cruzadas llevadas a cabo por los reyes cristianos contra los musulmanes en Tierra Santa, destinadas a la recuperación de Jerusalén del poder otomano, pero no tanto aquellas otras que, siendo también Cruzadas, tuvieron por escenario el mar. Una de estas Cruzadas fue la llevada a efecto por Ramón Berenguer III, Conde de Barcelona. La conquista de la isla de Mallorca es conocida históricamente. Esta conquista tuvo carácter de Cruzada dado que el Papa Pascual II concedió las indulgencias de Cruzada para la empresa militar.
Ocurría que las Islas Baleares, en poder de los musulmanes, se habían convertido en un auténtico nido de piratas que llegaban a hacer casi imposible la navegación por el Mediterráneo, tal era su actividad. El comercio se veía seriamente amenazado por los piratas berberiscos y eso fue lo que motivó la decisión de intentar la conquista de las Baleares. Proclamada la Cruzada, acudieron, a la desembocadura del Arno, gentes de todas las partes de Italia, llevando todo tipo de naves, bien pertrechadas de elementos de guerra. La flota partió a mediados de agosto del año 1.113, deteniéndose algunos días en la isla de Cerdeña. Una vez que emprendieron la navegación una tempestad hizo a las naves arribar a las costas de Cataluña y los tripulantes cayeron en el error de confundirlas con las de Mallorca.
Cuando se percataron de su equivocación, decidieron enviar una embajada a Ramón Berenguer III, el cual no sólo la atendió sino que se personó en San Feliú de Guixols, lugar donde la flota se había congregado y hay que decir que en ella iban como pasajeros varios obispos.
Ante el Conde de Cataluña, le expusieron sus propósitos anunciándole el carácter de Cruzada promulgada por el Papa, al tiempo que solicitaban su ayuda. El conde, tras de meditarlo, accedió a la petición y los cruzados, muy contentos con la promesa, decidieron nombrarle jefe de la expedición.
Una nueva Cruzada, esta vez por mar, forzosamente tenía que despertar el entusiasmo de aquellos hombres acostumbrados, como estaban, al combate contra los sarracenos. La concentración de naves se efectuó en el puerto de Salou, pero el invierno estaba en pleno apogeo y los jefes pensaron que no era la estación más propicia para navegar: una tempestad inoportuna podía echar por tierra todos sus esfuerzos, por lo que decidieron esperar hasta la primavera.
Pero la espera produjo algunos resultados negativos: muchos nobles italianos, desalentados, decidieron regresar a su patria, llevándose las naves con las que iban a colaborar en la Cruzada, así como a sus hombres de armas.
Por el contrario, el Conde de Barcelona, totalmente decidido a emprender la acción, procuró, por todos los medios, reforzar sus efectivos con más barcos y más combatientes. El Papa, con el fin de que no cundiera el desánimo, hizo una nueva proclamación de Cruzada y envió a Barcelona como Legado al Cardenal Boson para animar y concertar los esfuerzos de todos.
El Cardenal, reuniendo a los jefes de la expedición, les hizo llegar el mensaje del Sumo Pontífice: la Cruzada que se debía emprender tenía las mismas indulgencias y el mismo carácter que cuantas se emprendieron por tierra en Palestina.
En la primavera del año 1.114 regresó a Barcelona la flota pisana de modo que llegaron a reunirse hasta quinientas naves, emprendiendo la ruta el día de la natividad de San Juan Bautista, el 24 de junio.
La flota, pasó junto a la isla Dragonera, llegando a Ibiza y, de inmediato, desembarcó el ejército que cubrió la llanura frente a la ciudad. Pero la vieja urbe, fenicia, cartaginesa, romana y ahora bajo el poder musulmán, constituía una fortaleza defendida por una triple muralla.
No fueron pocos los días que hubo que ocupar en el asalto, hecho de armas en el que se distinguieron, por su arrojo, los cruzados italianos al grito de «Dios lo quiere», utilizado ya en las Cruzadas de Tierra Santa. Pero el Conde de Barcelona y sus vasallos se habían reservado el ataque al tercer recinto amurallado, el más inexpugnable de todos. Tales fueron los empujes de los catalanes, que la fortaleza terminó rindiéndose.
Se procedió a demoler las fortificaciones e Ibiza quedó abandonada, emprendiendo los Cruzados la marcha hacia Mallorca. El 21 de agosto del ano 1.114 avistaron la bahía de Palma. La conquista de esta ciudad fue aún más difícil que la de Ibiza, pues la defensa dirigida por el Walí, Nazaredolo, llegó a extremos increíbles de tenacidad y heroísmo.
En el ataque, al primer recinto amurallado, resultó herido el propio Conde Ramón Berenguer. En la embestida al segundo recinto amurallado, los defensores ofrecieron rendirse a cambio de que les fueran respetadas sus vidas. El Conde de Barcelona, quiso acceder a ello, pero los cruzados se negaron en rotundo. Ramón Berenguer, muy disgustado, estuvo a punto de retirarse con sus hombres de armas, pero no le quedó más remedio que unirse con sus huestes a los atacantes con la intención de proteger las vidas de los que se entregaran sin resistencia.
La última y peor de todas las batallas fue el asalto a la Almudaina y a la Zuda que los musulmanes, sabiendo que no existía cuartel y que, caso de ser vencidos iban a ser pasados a cuchillo por los asaltantes, la defendieron, con el valor que da la desesperación, prefiriéndo morir en combate antes que ser degollados una vez hechos cautivos.
El Conde Ramón Berenguer había tenido razón al mostrase proclive a conceder lo que los defensores pedían que, no era tanto; tan sólo que sus vidas fueran respetadas. Pero la brutalidad de los restantes cruzados impidieron un compromiso que tanta sangre habría ahorrado. Fue preciso tomar torre por torre, en una batalla que parecía no tener fin, hasta que, en los primeros días de abril de 1.115, la ciudad quedó en poder de los cruzados. Los cruzados italianos, una vez aniquilados los enemigos y destruido el refugio de los piratas que tanto daño hacían a su comercio por el Mediterráneo, ya no pensaron en otra cosa que no fuera regresar a su patria para disfrutar del cuantioso botín del que se habían apoderado.
A los requerimientos del enviado del Papa que les recordaba, una y otra vez, el carácter de Cruzada de la empresa, hicieron oídos sordos.
Influyeron también mucho en su decisión, las noticias que llegaban de que el califa de los almohades, Yusuff, estaba preparando una poderosa flota para reconquistar la isla y vengar a sangre y fuego la derrota recibida.
Por otra parte, el Conde de Barcelona se sentía amenazado por los moros de la Península, los de Valencia, y al quedarse solo tampoco estaba en condiciones de dejar en Mallorca una potente guarnición que fuera capaz de rechazar los ataques que, sin la menor duda, emprendería el califa Yusuff. Por lo tanto, se reembarcó con sus hombres y la isla quedó abandonada, de modo que muy pronto fue nuevamente ocupada por los musulmanes.
De este modo lo que en un principio se inició como Cruzada a fin de reconquistar definitivamente un territorio ocupado por los enemigos de la fe cristiana vino a quedar en una expedición de castigo, sin más beneficios ni provechos, que el botín que los cruzados italianos se llevaron a su patria. Poco provecho sacó el Conde Ramón Berenguer del hecho: haberse portado como fiel hijo de la Iglesia atendiendo la petición de Cruzada efectuada por el Papa.