Heráldica viene de Heraldo. Ahora bien, para conocer la primera forzoso será saber qué eran y qué significaban los segundos.
Se trataba de unos caballeros, siempre de la nobleza más acreditada, encargados de dictar las leyes a las que debían ajustarse los torneos o justas, así como del examen de los méritos de aquellos que deseaban participar en los que hoy en día se denominarían «Juegos» entre caballeros.
Los heraldos eran jueces que ordenaban los torneos con la potestad, por mandato real, de dictaminar sobre todo aquello que se refiriera al torneo, siendo sus decisiones inapelables.
Entre sus obligaciones estaba la de examinar concienzudamente los títulos de nobleza correspondientes a los caballeros, investigando sobre sus armas y el derecho que poseían a llevar en sus escudos determinados motivos heráldicos.
Se daba el caso de que los emblemas propios de una familia noble por lo general se elegían de un modo arbitrario, al gusto y capricho del que deseaba usarlos. Siendo hereditarios, pronto se vio la necesidad de registrarlos y de establecer unas normas para el uso del blasón. Los escudos de los guerreros, por el contrario de los familiares, siempre se basaban en algún hecho de armas intentando fijar el recuerdo de la hazaña llevada a efecto y que a través de los descendientes, inmortalizara la acción.
La utilización del blasón, las reglas a que debían ajustarse los caballeros y la organización de los torneos y justas fue el cometido otorgado a los heraldos. Los torneos o justas consistían en unos ejercicios caballerescos mediante el combate entre dos caballeros y en el que ambos contendientes ejercitaban su destreza en las armas. Por lo general, este tipo de competiciones era organizado con ocasión de alguna fiesta solemne, como por ejemplo, la coronación de un rey y se basaba en el entrenamiento de los competidores en ejercicios guerreros. Los caballeros combatían a caballo en palenques con cercados de madera y separados por una valla para que las cabalgaduras no pudieran chocar. El arma consistía en lanza preparada convenientemente para que no pudiera herir al adversario, ya que de lo que se trataba era de propinarle un golpe lo suficientemente fuerte para derribarle del caballo. El que caía se declaraba vencido sin que por eso su honor sufriera menoscabo alguno.
Pero bien es verdad que por muchas precauciones que se tomaran, siempre se producían incidentes, alguno mortal, como el sucedido al rey de Francia Enrique II.
Durante un torneo celebrado en honor de la llegada de la que más tarde sería reina de Escocia, María Estuardo, que iba a contraer matrimonio con el delfín de Francia, el rey Enrique quiso participar en el torneo enfrentándose al jefe de la guardia escocesa de la futura reina, el conde de Montgomery, con tan mala suerte que la lanza de éste, a pesar de carecer de punta de acero, fue a penetrar por una de las rendijas del casco del monarca y la madera atravesó un ojo del rey, lo que provocó no sólo su caída del caballo, sino su muerte. Por cierto, este desgraciado suceso ya había sido predicho por el célebre astrólogo Michael de Notre Dame, más vulgarmente conocido como Nostradamus.
Los emblemas de los caballeros que participaban en los torneos no sólo se ostentaban en sus escudos. Cada uno tenía su propia tienda de campaña donde se colocaban sus armaduras. En la puerta de esta tienda se clavaba una lanza en cuyo extremo ondeaba un guión o banderín con las armas de su propietario. También en las gualdrapas de los caballos se hacían ostentar los blasones del jinete.
Todos estos detalles, así como las ceremonias previas al torneo, la proclamación de los caballeros que iban a competir, las reglas a que debían ajustarse y cuanto se relacionaba con la justa, eran misiones exclusivas de los heraldos.
Por regla general, en una época tan caballeresca como la Edad Media, los caballeros que tomaban parte en los torneos lo hacían bajo el apadrinamiento de una dama a la que le dedicaban sus triunfos, caso de producirse.
Los torneos podían celebrarse, y de hecho así se hacía, en época de guerra, entre caballeros pertenecientes a los dos bandos en lucha. Cuando esto sucedía, quedaban paralizadas las operaciones bélicas, eligiéndose, de mutuo acuerdo, un heraldo encargado de dictar las reglas del torneo. Esto ocurrió, por citar un solo ejemplo, durante las Cruzadas cuando los soldados cristianos pusieron cerco a la fortaleza de San Juan de Acre. Cinco caballeros cruzados se enfrentaron a otros tantos sarracenos, ante los muros de la población. Pero cuando se daba este caso, el final era distinto al de los torneos de ceremonia, ya que se utilizaban armas de combate y la lucha era a muerte.
En lo que respecta a los escudos, es conveniente decir que la Heráldica que estudia las armas, o armerías, estas no se tratan de elementos de guerra para atacar o defenderse de un posible enemigo, sino que se refiere a la insignia o blasón con el que quiere identificarse el caballero, siendo por tanto, un emblema honorífico.
Los torneos, las justas y en general cuanto se refiere a la Heráldica alcanzaron su apogeo en la época de las Cruzadas. En aquel tiempo de exaltación religiosa unido al sentimiento guerrero en la esperanza de rescatar Tierra Santa del infiel, época de arte grandioso y en ocasiones desbordante en que la nobleza y las Ordenes de Caballería estaban en su apogeo, despertó la necesidad del blasón a fin de que los caballeros se distinguieran unos de otros y fuera, al mismo tiempo, exponente de sus hazañas, así como historia, tradición y memoria de los hechos heroicos llevados a cabo en el campo de batalla y así ha quedo expuesto por G. Eysembach, en su «Historia del Blasón». Dice: «El blasón, lenguaje misterioso, lengua ingeniosa y sorprendente, de uso universal para la nobleza de la cristiandad, establecía entre todos los gentileshombres una confraternidad heroica, era la piedra fundamental del edificio feudal, la cementa y la llave de la bóveda -como dice un autor antiguo- de la jerarquía aristocrática».
El blasón fue sinónimo de valor, lealtad y arrojo. Una mala acción pudiera enturbiar su limpia ejecutoria: era lo peor que podía sucederle a un caballero.
Todo esto era lo que debía examinar, enjuiciar y finalmente, dictaminar el heraldo. Quien no reuniera las condiciones precisas, no podía participar en un torneo.
El blasón representaba no sólo una realidad, un signo de jerarquía, también era el exponente de un oficio. Considerar su uso como un privilegio exclusivo de la nobleza constituye un error.
Naturalmente que los artesanos, los pertenecientes a los gremios no celebraban torneos, pero esto no impedía que tuvieran sus propios escudos inherentes a los oficios que practicaban y así no pocas veces estos blasones fueron esculpidos en piedra.
La Heráldica en sus múltiples manifestaciones, está ligada íntimamente con la historia. Muchas veces para estudiar ésta se hace indispensable conocer la primera porque a través de ella se adquieren no pocos conocimientos del tiempo pasado. La Heráldica se encuentra absolutamente unida a la genealogía nobiliaria investigando el escudo de armas de las familias nobles, unos escudos que en este caso se denominan Nobiliarios.
Una nobleza a la que se alcanza, casi siempre en los campos de combate y que fue pagada con la sangre de aquel que obtuvo el derecho a ostentar un blasón.