La Orden de Montesa fue creada por una bula Papal de fecha 10 de junio de 1.317, vísperas del apóstol San Bernabé, que empieza con las siguientes palabras: «Pia Matris Ecclesia cura, de fidelium salute solicita», pero el verdadero fundador y creador de la orden fue el rey don Jaime II, de Aragón, quien les cedió el castillo de Montesa, enclavado en territorio valenciano, frontera con los sarracenos de aquella parte. Y de allí habrían de partir los caballeros de la Orden que se denominó de Santa María de Montesa.
Pero las dificultades no fueron pocas. Los jueces ejecutores, de la bula pontificia, iban dando largas al asunto, motivados por sus particulares intereses que les hacían caer en continuas discrepancias. Y es que había una gran dificultad: según la bula de fundación, era al Maestre de Calatrava a quien le correspondía la creación de la nueva Orden y el armar caballeros y hacer vestir el hábito a los caballeros montesanos. El rey don Jaime, con tiempo, había escrito al Maestre calatravo para que apresurara su acción, pero este que hacía muy poco caso a su rey natural, que era el de Castilla, y muchísimo menos a otro monarca extraño, como era el de Aragón, ni se dignó contestar a aquellas cartas. Tornó a escribir el rey y tampoco obtuvo contestación, lo que no debía extrañarle porque el Papa también se había dirigido al Maestre de Calatrava sin que este se dignara darle una respuesta. El rey se dirigió al Papa para que apremiara al desobediente calatravo. El Pontífice pasó el encargo al arzobispo de Valencia y a este prelado le sucedió exactamente lo mismo cuando trató de comunicarse con el Maestre de Calatrava.
El arzobispo de Valencia, harto ante aquel silencio, decidió cortar por lo sano y envió a Castilla, en busca del Maestre calatravo, al Abad del Monasterio de Nuestra Señora de Benifazá, de la Orden del Cister. Este buen prelado halló al Maestre en la villa de Martos. Ante las pretensiones del recién llegado, se negó a acudir a Valencia, alegando sus obligaciones para la custodia de la frontera que su rey le tenía encomendada. En cuanto a lo de no contestar a las cartas, el Maestre alegaba que él era hombre de espada y no de pluma y que obedecía mejor las órdenes del Papa matando moros que perdiendo el tiempo creando una nueva orden Militar. Y lo que latía en el fondo de todo aquel asunto era que a la Orden de Calatrava no le sentaba muy bien ceder las posesiones de Aragón a otra Orden y hasta contemplaba con horror la citada fundación de Montesa. Al fin, cedió, enviando a Valencia a un procurador suyo, don Gonzalo Gómez.
Se acabó nombrando primer Maestre de la nueva Orden a don Guillén de Eril, hombre ya anciano, pero muy experimentado en las artes militares y no cediendo a nadie en nobleza porque descendía nada menos que don Berenguer Roger de Eril, uno de los llamados «Nueve de la Fama», en Cataluña. Poco le duró el cargo a Eril, porque a los setenta días de haber sido elegido, entregaba su alma a Dios. El segundo fue don Arnaldo de Soler, que tampoco dejó gran huella en la recién creada Orden. El tercero fue don Pedro de Thous y este sí que fue distinto porque era hombre acostumbrado a la brega y no le asustaba batalla más o menos. Participó en la batalla de las Navas de Tolosa y tal sería su ayuda, que el rey se la agradeció mucho, teniéndolo a partir de entonces en mucha estima.
Le sucedió otro Maestre que prestó muy buenos servicios al rey de Aragón, don Pedro «el Ceremonioso». Se hallaba el reino de Valencia alborotado por la sublevación denominada, de «la Unión», por la que algunos nobles valencianos, apoyándose en el pueblo, deseaban emanciparse de la tutela del Reino de Aragón, constituyéndose en Reino independiente. Razón tenían los valencianos en sus justas quejas y los muchos agravios sufridos. Encomendó, el rey de Aragón, al Maestre de Montesa que metiera en cintura a los sediciosos. De esta guerra a la que se llamó, de la Unión, no hablaremos. Está en la historia. Unicamente diremos que los montesanos fueron baza muy importante para que el rey don Pedro, de Aragón, venciera a los sublevados de Valencia. A la hora del castigo, utilizó un método muy especial. No hizo que el verdugo, o los verdugos, utilizaran la espada ni el hacha para decapitar a los jefes de la Unión. Tampoco los ahorcó. Resulta que había una gran campana que utilizaban los unionistas para llamar a sus Juntas. El rey Pedro, «el Ceremonioso», hizo que esta campana fuera fundida y a los principales cabecillas les hizo tragar el bronce derretido.
Como en las otras Ordenes Militares, en esta también existieron Maestres cuyo final fue bastante lastimoso. Al décimo, don Felipe Vivas de Cañamás, sin que se sepa por qué, unos asesinos le dieron veneno. Pasó el séptimo que fue don Gilaberto de Monsaviu, que dió paso al octavo Maestre, don Luis Duspuig. Fue un hombre que conquistó para la Corona de Aragón el reino de Nápoles. Estuvo en todas las empresas, que fueron muchas, de Italia. Tomó por su esfuerzo a Bicari, escalando la muralla y en ella se mantuvo mucho tiempo en medio de los dardos que le disparaban. Y como el terreno era resbaladizo y apenas si se podía sostener, se hizo sostener por las puntas de las lanzas de sus caballeros. Permaneció fiel al rey, don Juan II, en cuantas turbulencias tuvieron efecto en su reinado. La Orden de Montesa se convirtió en la principal fuerza militar defensora del Trono.
Pero ya los reyes comenzaban a tomar parte activa en la elección de los Maestres. A la muerte del Maestre Duspuig, la Orden nombró nuevo Maestre a don Felipe Díaz de Cañamás, pero el rey Fernando «el Católico», impuso, como tal, a don Felipe de Aragón y Navarra, sobrino suyo, así que revocando el anterior nombramiento dió el cargo a su pariente. Ahora que entraban don Fernando y doña Isabel en el último acto de la conquista de Granada, el nuevo Maestre de Montesa al frente sus caballeros fue el primero en el peligro y el más valiente en la batalla. Cercó y tomó a Vera. Pasó a Muxacar, cerca de Cartagena y asimismo la rindió. Innumerables plazas fuertes sucumbieron ante el ataque de los caballeros de Montesa y pasando a mayores, el Maestre y los suyos llegaron hasta Baza. Allí se dió una fuerte batalla. Peleaban los montesanos para vencer, pero las huestes de moros que se le enfrentaron eran mucho más numerosas que ellos y peleaban con gran fiereza. Hubo que iniciar la retirada, pero desconociendo el terreno, muchos se perdían, para caer muertos a lanzazos por los moros. En aquellos momentos no le faltó el valor al Maestre, pero un arcabuzazo disparado a poca distancia puso fin a su vida y a sus proezas, cuando sólo contaba treinta y dos años.
Y llegamos al último Maestre, don Pedro Luis Garcerán de Boria, electo a los diecisiete años. Fue un valiente y leal servidor del rey Felipe II, alcanzando las más famosas dignidades y altos empleos. Pero, al cabo de algún tiempo, renunció al maestrazgo en favor del rey pidiendo al Pontífice que incorporara la Orden de Montesa a la Corona. Así se hizo por una bula de Sixto V expedida en Roma siendo el 15 de marzo de 1.587, que daba por concluída la dignidad del Maestre.
Acabó la Orden de Montesa como Caballería Militar y desde aquel momento quedó incorporada al Estado. Su carrera no fue muy larga, pero su gloria, sí fue grande. Tuvo Maestres que fueron valerosos caballeros, dignos de toda alabanza y sus miembros siempre se caracterizaron por su culto al honor. Vivió dos siglos y medio para entrar en la Historia de España. Y, en realidad, si murió como organización religiosa-militar, no lo hizo como entidad honorífica: Vive y vivirá su bandera, la Cruz de San Jorge, como memoria de sus hazañas.